La rebeldía, cuna de la filosofía

Escrito por: José Antonio Pérez Cruz


Todavía no había nacido en ese año y sin embargo el 2 de Octubre de 1968 no se olvida... Más allá del tema político, lo primero que me vino a la mente fue la juventud de esa época: el pelo largo, los morrales, la experimentación con psicodélicos, pero sobre todo la revalorización de la libertad, el cuestionamiento y la búsqueda de diálogo; el hartazgo ante el status quo y la sociedad de consumo, su negativa a ser (como diría Pink Floyd) “another brick in the wall”.

Y no me cuesta trabajo alguno ver a nuestros jóvenes, día tras día, haciéndose las grandes preguntas de la vida con palabras y acciones. Y es que la capacidad de reflexionar sobre los acontecimientos y sobre la vida es un elemento fundamental para en el proceso de formación de la identidad propia y la libre realización personal. En este contexto, resulta imprescindible la vinculación formal entre la rebeldía propia de la juventud y la vivencia reflexiva de la filosofía; esa capacidad de sorprendernos y enamorarnos de la belleza, de aspirar a la justicia, de buscar la verdad.

El primer paso sería reconocer a la rebeldía como una posición vital frente a lo que se considera injusto o indigno... ¿Y cuántas veces no les hemos dicho a los jóvenes que en aras de una pretendida madurez dejen de lado los ideales y “sienten cabeza”? (curiosa expresión para poner el recito de ideas en un lugar tan poco digno). La filosofía nos ayuda a poner los pies en la tierra en aras de la realidad, y al tiempo permite elevar la mirada a lo trascendente. En otras palabras, permite unir el idealismo con la capacidad de discernimiento.

En segundo lugar, habría que reconocer el valor de la plasticidad como esa capacidad de adaptación a diversas situaciones y entornos. En este sentido, la práctica de la filosofía nos permite reconocer lo esencial frente a lo superficial (que muchas veces se disfraza de aceptación y tolerancia). En otros términos, nos lleva a romper moldes pero sólo para liberar lo que realmente reconocemos como importante; nos ayuda a establecer el puente entre el mundo que nos rodea y el mundo que soñamos, evita que las falsas lecciones de «realidad» nos conviertan en personas escépticas, acomodadas y cínicas.

Y es que finalmente ser joven es soñar con el futuro. Viene a mi mente la representación del dios griego Jano Bifronte; símbolo de la juventud. Su rostro joven mira al futuro, su rostro anciano mira hacia atrás. Uno representa la experiencia, el pasado, y el otro representa las posibilidades, el futuro.

Como decía el manco de Lepanto en voz del Quijote: «Yo voy por un mundo de hierro para convertirlo en un mundo de oro. No me preocupa si gano o pierdo, lo importante es que yo siga en mi empeño».

Lo dicho... No se olvida.

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