A propósito de la “expansión de conciencia” (PARTE 1)
Escrito por José Antonio Pérez Cruz
Muchas veces, los aprendizajes clave en la vida comienzan con la curiosidad innata que despiertan ciertas conversaciones. Algunas palabras, algunas oraciones.
Y así sucedió hace unos días cuando escuche las palabras “Expansión de Conciencia”. A partir de ese momento no pude dejar de pensar en la conciencia y su potencialidad de desarrollo.
Lo primero que pensé fue que cada vez que decimos “Yo”, a modo de pronombre personal en primera persona, lo hacemos desde el convencimiento de que tenemos una individualidad que ejecuta una determinada acción. Sin embargo, si tratamos de materializar la naturaleza de esta identidad de modo claro y tangible, resulta un poco complicado.
Alrededor de 300 años antes de nuestra era, Epicuro el “más grande educador griego” (según defendía el joven Karl Marx en su tesis de doctorado), hablaba de los “átomos del alma” como partículas indivisibles en las que residen la conciencia y las fuerzas vitales. Por otro lado, según la doctrina hinduista, esta energía vital parte de los 7 vórtices energéticos de nuestro cuerpo: los chakras, cada uno ligado a 7 glándulas en el cuerpo físico.
Mas recientemente, el Premio Nobel Francis Crick (uno de los descubridores de la estructura del ADN) junto con el neurocientífico Christof Koch, han publicado que la conciencia y la percepción de individualidad se generan en la parte posterior del córtex cerebral, concluyendo que “por primera vez disponemos de un esquema coherente sobre las correlaciones neuronales de la conciencia en términos filosóficos, psicológicos y neuronales.” De acuerdo a su investigación, diferentes zonas del cerebro se interrelacionan para producir la percepción (¿o autopercepción?) de conciencia.
Desde otra aproximación Roger Bartra, profesor emérito de la UNAM, plantea en su “Antropología del Cerebro” que la conciencia es un fenómeno que se produce no sólo en la mente, sino también fuera de ella (en el exocerebro). Supone que “ciertas regiones del cerebro humano adquieren genéticamente una dependencia neurofisiológica del sistema simbólico de sustitución. Este sistema, obviamente, se transmite por mecanismos culturales y sociales. Es como si el cerebro necesitase la energía de circuitos externos para sintetizar y degradar sustancias simbólicas e imaginarias, en un peculiar proceso anabólico y catabólico”.
Desde esta perspectiva, una parte fundamental de la conciencia “no se encuentra oculta en el interior del cráneo, sino que funciona ante nuestras mismas narices bajo la forma de un amplio abanico cultural integrado por lenguajes, artes, mitos, memorias artificiales, razonamientos matemáticos, órdenes simbólicos, relatos literarios, música, danza, mecanismos clasificatorios o sistemas de parentesco”. Así la conciencia, el Yo, se presentaría cuando se percibe la cualidad de esos elementos externos de la cultura (el exocerebro) y los internos (de carácter bioquímico).
En este punto vine a mi memoria Ortega y Gasset cuando dice que Yo soy “Yo y mis circunstancias” entendiendo esto último como todo aquello que me circunda y por tanto hace historia; mi historia, fruto de una relación causal muchas veces voluntaria y otras tantas involuntaria.
Así pues, tras todo lo anterior, podemos decir que el Yo y su Circunstancia forman una unidad; un todo simbiótico donde al cambiar la conciencia cambia el entorno y viceversa.
El hecho es la simbiosis; el desarrollo y expansión vendría de la sincronización.
Y en este punto, podrían intervenir en nuestra conversación Tam Hunt y Jonathan Schooler con su investigación explicada en el artículo: “The Hippies Were Right: It’s All About Vibrations, Man!” publicado hace un par de años en Scientific American.
Ambos científicos han hecho diversos estudios para descubrir los procesos y estructuras físicas que dan soporte a la experiencia mental que vincula la mente y lo tangible, derivando en el sentido del Yo.
Para ellos “todas las cosas en nuestro universo están constantemente en movimiento, vibrando. Incluso los objetos que parecen estar estacionarios están de hecho vibrando, oscilando, resonando a varias frecuencias. La resonancia es un tipo de movimiento, caracterizado por la oscilación entre dos estados y, en última instancia, toda la materia es solo vibraciones de varios campos subyacentes. Cuando las diferentes cosas oscilantes están juntas durante un tiempo, comienzan a vibrar en sincronía. (...) este fenómeno se denomina «autoorganización espontánea». La sincronización es un tipo de comunicación física entre entidades”. Por supuesto, cuanto más compleja sea la sincronización, tanto más complejo será el nivel de conciencia.
Cada pequeño objeto en el mundo físico, bajo esta hipótesis, es un objeto en relación con el mundo (la circunstancia de Ortega y Gasset) y, por lo tanto, también es un sujeto que experimenta la existencia (la microconciencia).
Las personas, en comparación, tenemos una macoconciencia mucho más compleja que nos brinda un sentido personalísimo del Yo basado en “la resonancia compartida entre muchos constituyentes micro-conscientes”. Dice Hunt: “Se trata de vibraciones, pero también se trata del tipo de vibraciones y, lo más importante, de vibraciones compartidas”.
En otras palabras, todas las vibraciones relativamente simples que ocurren en varios aspectos físicos del cerebro, sincronizadas, se vuelven extremadamente complejas en su interacción (exocerebral diría Bartra) y constituyen nuestra autoconciencia, nuestro Yo; nuestro Yo como uno con el mundo.
Llegado este punto, ¿sería muy arriesgado ligar todos estos elementos de construcción del Yo con el proceso educativo dentro de la comunidad escolar?.
Por principio de cuentas tendríamos que pensar en la escuela como un espacio de sincronización entre diversos seres, saberes y haceres; como un ecosistema educativo que requiere pluralidad de espacios, tiempos, lenguajes y metodologías para crear ambientes de autoconciencia y autoconocimiento como saber básico precursor de los demás saberes.
Desde esta perspectiva, el día a día de la escuela implica la co-construcción de ambientes de aprendizaje de doble bucle, donde el proceso formativo va de ida y vuelta entre los diferentes “Yo” que intervienen.
Cada “Yo” autoconciente, único e irrepetible, resuena en sincronía en comunidad con otros “Yo” y sus circunstancias que se constituyen, no sólo en referentes de identidad y acción, sino fundamentalmente en agentes activos de su propio perfeccionamiento.
Es en último término una Pedagogía del Encuentro; un encuentro al interior de uno mismo y con el otro que, en su unicidad y singularidad, es parte de un todo.